Mi obligación es sincerarme. La frase del título la suelo utilizar para referirme a Riquelme, mi debilidad futbolística. Pero el 14 de septiembre de 2009, los halagos los saqué del frasco de Román para situarlos por un momento en el del tandilense Juan Martín Del Potro. Riquelme no tuvo problemas en prestárselos por un rato. Ése día,
El partido fue fantástico, de los históricos, que al fin y al cabo son los que ingresan y permanecen para siempre en la retina de los grandes acontecimientos del deporte mundial. 3-6, 7-6, 4-6, 7-6 y 6-2 fue la victoria de Delpo, que de esa manera se convirtió en el primer latinoamericano en subirse a lo más alto del podio en Flushing Meadows, después de Guillermo Vilas.
Siempre nos costó el cemento, una superficie, por tradición y recursos, esquiva para los argentinos. No obstante, Del Potro hizo fácil lo difícil. Cuando el US Open se presentaba como una utopía para nuestra Legión, con el tandilense volvimos a creer. A Nadal lo pasó por arriba en semis con un apabullante triple 6-2, colchón de confianza suficiente para soñar a lo grande e ir por la hazaña ante el gran suizo. Estuvo cerca (muy cerca) de batirlo ése mismo año en las semifinales de Roland Garros, aunque se le escapó por poco. Claro está, los grandes llevan consigo un plus, una sustancia de un científico aún no reconocido, que los hace reponerse cuando no están en su día o bien, cuando el trámite se presenta más complicado de lo normal. En aquella vuelta en París a Roger le alcanzó. En Nueva York, algunos meses después, no.
El primer set fue íntegramente para Federer, que dominó a su gusto los tiempos y no le permitió al argentino sacar a relucir el sólido andar que lo llevó al partido decisivo. El segundo parcial pintaba igual. Pero no. Del Potro caía 1-3, y se recuperó de forma asombrosa, como sí le sobrara experiencia a montones. La remó desde abajo y consiguió su recompensa, a base de esfuerzo y tremendos palazos (lo ganó 7-6).
El tercero fue 6-3 en favor del gran Roger. Salí de la radio rápido para llegar a casa y ver el cuarto set. Fui caminando, casi al trote, al mismo tiempo que me informaba por Radio Mitre en el programa de Nelson Castro como transcurría el partido. Cuando Federer se puso 6-5 arriba recuerdo que dijeron "al argentino le queda poca vida". Un insulto al aire obligado. Era sabido que el rival que Del Potro tenía enfrente es demasiado bueno, pero uno tiende a confíar en lo nuestro. Siempre. Y más al ser argentino. Porque el argentino suele sacar fuerzas en las difíciles. Y Delpo lo hizo. Levantó el cuarto, lo ganó 7-6, y luego dio cátedra en el quinto y último set: ¡6-2, palazo y a la bolsa!.
Federer, anonadado, incrédulo como pocas veces en su intachable trayectoria, no pudo aferrarse al sexto título consecutivo en los Estados Unidos. Una Torre pintada de albiceleste y proveniente de Tandil, copó la parada. El amor propio que hizo que el genial Roger Federer no fuera por enésima vez el mejor. Porque se topó con una Torre, que ésa noche, en ese instante único e irrepetible, fue imposible de derrumbar.